¿Populismo de derecha o la política de siempre? Una agenda difícil de conciliar: globalización, China, covid-19, recesión, clima, inmigración, distribución del ingreso, racismo, brutalidad policial... Acciones de hecho o multilateralismo. La región y la Argentina. Una noche de insomnio.
Cuatro años después, las promesas de poner a “Estados Unidos primero”, de definir la competencia con China en términos favorables a la potencia “vieja”, de obligar a los aliados europeos a pagar una cuota mayor de los gastos que impone el statu quo internacional, de erigir un muro de punta a punta en la frontera con México y de terminar con una inmigración descripta con una xenofobia carente de vergüenza solo han encontrado concreciones parciales. El discurso radical, con todo, fue la tónica dominante del trumpismo y sostiene aquellas expectativas de un sector amplio de la sociedad en vísperas de la pelea por la reelección. Habrá que ver si eso será suficiente para concretarla.
Si Trump ganara, dispondría cuatro años más para demostrar el alcance real de una propuesta pretendidamente revolucionaria, pero que no tiene en verdad vocación de confrontar con el poder real, a excepción hecha del mediático. Si se impusiera el demócrata Joseph Biden, en cambio, aquello habrá quedado en un efímero cisne negro, un interregno histórico que simplemente interrumpió la politica más usual.
¿Pero qué pasaría, en ese caso, con lo que Trump, incluso más allá de su vocación, representó en 2016, esto es con las aspiraciones de los trabajadores golpeados por la huida de muchas industrias a países de salarios bajos y, según creen, por la competencia de los inmigrantes? ¿Qué, con la expectativa de que el Estado recobre centralidad frente a una globalización que no tiene piedad? ¿Qué, por último, con la restauración de los valores religiosos y conservadores de muchos, de los que Trump, un libertino en tantos aspectos, ha sido un representante curioso? Con Biden, esos Estados Unidos no dejarían de existir; apenas se sumergirían por un tiempo.
Eso representa, claro, un desafío para la estabilidad política. Pero, por motivos opuestos, también lo sería la continuidad del actual jefe de Estado, que postergaría las quejas de un sector amplio de la sociedad, sobre todo en las dos costas, irritado por el discurso populista, los embates contra la prensa e instituciones como la Reserva Federal, el Congreso y la Corte Suprema, la clausura de las políticas contra el cambio climático, la política externa brutal, la negligencia ante la pandemia del nuevo coronavirus y la indiferencia –no solo de Trump, pero no por ello menos imperdonable– frente al gatillo fácil con móviles racistas. Esto último mantiene a un sector de los Estados Unidos en la calle desde mayo, tras el asesinato del afroestadounidense George Floyd a manos de policías de Mineápolis.
Con uno u otro mandatario, esos –todos esos– son los ítems de la cargada agenda de los Estados Unidos inminentes. Es seguro que la misma no cambiará según el resultado sea rojo republicano o azul demócrata, pero sí los modos de perseguirla: más unilateralismo y cierto dejo de brutalidad en el primer caso; lenguaje más cooperativo pero nunca exento de veleidades guerreristas en el segundo. En los matices se nos va la vida.
La tribuna opositora también le reprocha a Trump el tufo a corrupción a exhalan sus negocios económicos y políticos, desde su encarnación de la patria contratista american way hasta su escasa propensión marginal al pago de impuestos, por no hablar de las mamushkas interminables que hacen a su relación con la Rusia de Vladímir Putin.
Para ser justos, el olor acre de los pecados del poder también emana de las oficinas de Biden: el trabajo de su hijo Hunter como lobista internacional parece poco compatible con el rol de aquel, de senador por treinta y seis años y de vicepresidente de Barack Obama entre enero de 2009 y de 2017. No solo el populismo ha “bananizado” recientemente a la “tierra de los libres y hogar de los valientes”.
Si todo lo que está en juego fuera poco, la política en modo grieta añade una tensión insoportable. Así lo ilustran el récord de voto anticipado –al que apelaron más de 94 millones de estadounidenses–, un nivel de participación que podría superar, según los pronósticos, el de 2008 que entronizó a Obama, la polémica incluso ya judicializada en varios estados sobre el sufragio postal –64 % de aquella cifra–, las denuncias del presidente sobre posibles fraudes en su contra, su amenaza de desconocer resultados estaduales desfavorables, lo apretado de los pronósticos en estados oscilantes como Pensilvania, Carolina del Norte y Arizona –por no hablar del ya alguna vez escandaloso Florida–, la movilización de grupos sociales dispuestos a salir a las calles en caso de un resultado disputado y hasta el temor a que hechos como la intercepción de un micro de campaña de Biden por militantes trumpistas en una autopista de Texas sean el preludio de una violencia abierta.
Ese ingrediente explica cierta agitación que se ha observado en el mercado financiero, frutilla del postre amargo de una coyuntura económica negativa generada por la pandemia, que impuso un freno brusco a una economía siempre inequitativa pero de fuerte crecimiento.
La atención sobre esta elección es, se dijo, global. ¿Seguirá Estados Unidos fuera de los acuerdos internacionales sobre cambio climático o volverá al redil? ¿Concretará su amenaza de abandonar la Organización Mundial de la Salud (OMS) y mantendrá su alejamiento de la Unesco o todo eso cambiará? ¿Seguirá sancionando a Irán para impedir su inevitable emergencia como Estado nuclear o retomará la agenda de Obama de una cooperación internacional que condicione ese proceso? ¿Continuará imponiendo una “solución” de hecho en Medio Oriente, a medida de la colonización israelí de territorios palestinos o, al menos, tratará –como ha ocurrido con los demócratas– de ralentizar ese avance inicuo? ¿La puja por la hegemonía con China tendrá, como en los últimos años, aristas filosas o se arbitrará más consensuadamente?
En tanto, ¿volverá o no la vieja normalidad a América Latina? ¿El deseo de republicanos y demócratas de derribar al chavismo guardará, al menos, ciertas formas o se entregará por otros cuatro años, como se intentó mil veces en los años recientes y se concretó efímeramente en Bolivia, al estímulo del recurso militar? ¿Hay chances de que se retome el deshielo con Cuba, puesto en marcha por Obama cuando ya estaba de salida y poco tenía que perder con el enojo del anticastrista? ¿Se mantendrá enhiesto el eje Washington-Brasilia de la paleoderecha o Jair Bolsonaro se encontrará, literalmente de la noche a la mañana, tan solo como en una marcha del orgullo gay?
Último, pero más importante aquí, ¿cuál será el relacionamiento con la Argentina, embarcada en una negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en la que se dirime nada menos que el plazo de gracia para pagar la deuda de 44.000 millones de dólares que Mauricio Macri dejó como herencia, el ritmo del paso hacia el equilibrio fiscal y hasta la posibilidad de acceder a fondos frescos que atemperen la fiebre por el dólar? ¿Se mantendrá el toma y cada duro, pero posible de la era Trump o la llegada de Biden llevará, como en el Juego de la Oca, las posiciones a la casilla de salida?
Si hay suerte, esta noche habrá resultado. Y alguna certeza en medio de tanta tensión y conjeturas.