La crisis de Venezuela tenía fecha de vencimiento: el 10 de enero. Era el plazo que establecía la Constitución de 1999, la reformada por Hugo Chávez, para el final del mandato de su delfín, Nicolás Maduro.
La nueva toma de posesión de Maduro, no reconocida por la Asamblea Nacional (Parlamento) ni por buena parte de la comunidad internacional por la falta de transparencia y de garantías en las elecciones del 20 de mayo de 2018, implica un salto al vacío. O, en realidad, una nueva huida hacia adelante, de modo de atenuar el impacto de las sanciones de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea contra varios jerarcas del régimen, más allá de los padecimientos del pueblo y de una diáspora en ascenso.
No se trata de un capricho de Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Japón, Australia, el Grupo de Lima o la Organización de los Estados Americanos (OEA). Ni, en palabras de Maduro, de una "guerra económica del imperialismo". En un país con una hiperinflación trepidante, sin alimentos ni medicinas, con represión y presos políticos, entre otras calamidades, el régimen incumplió los plazos previstos para las elecciones, inhabilitó a candidatos opositores y, valiéndose del aparato estatal, rubricó una victoria cantada. Situación que confirma una verdad a gritos: las elecciones por sí mismas no legitiman la democracia. En ocasiones, cuando son manipuladas, la degradan.
Las tretas de Maduro, aupado por Rusia, China, Turquía, Irán y pocos más, comenzaron en 2016, cuando se valió del Consejo Nacional Electoral (CNE) para anular el referéndum revocatorio en su contra y postergar las elecciones regionales. Un año después abolió el requisito constitucional por el cual debía consultar al pueblo para convocar a la Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Ambas prerrogativas fueron consecuencia de la derrota en las elecciones de 2015. El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) le recortó poderes a la Asamblea Nacional, dominada por la oposición. De hecho, Maduro no renueva su mandato ante ese órgano, como corresponde, sino ante el TSJ.
La fuga a Estados Unidos de Christian Zerpa, juez afín a Maduro que cuestionó las elecciones por no ser "libres ni competitivas" y fue acusado de abuso sexual, puso de nuevo en evidencia la otra arista de Venezuela: hasta aquellos que comulgaban con el gobierno, como la fiscal Luisa Ortega Díaz, renuente a aprobar la represión, procuraron escapar. Los jueces que pudieron huir crearon el llamado Tribunal Supremo de Justicia en el exilio, encolumnado con el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, del partido de Leopoldo López, Voluntad Popular, en desconocer al nuevo gobierno de Maduro.
Por 13 votos contra uno, el del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, el Grupo de Lima le recomendó a Maduro abstenerse de renovar su mandato hasta 2025. El México de AMLO, las iniciales del mandatario, retomó la política de no injerencia del PRI: adujo que no iba a intervenir en los asuntos internos de otro país ni iba a condenar a un gobierno extranjero. Posición a la cual adhirió, fuera de ese ámbito, el gobierno de Uruguay, enfrentado con el embajador en China del primer gobierno de Tabaré Vázquez y el canciller de su sucesor, José Pepe Mujica, Luis Almagro, secretario general de la OEA.
Almagro, en disidencia con Vázquez y con Mujica a pesar de pertenecer al mismo espacio político, el Frente Amplio, está convencido de la necesidad de aplicar en Venezuela la Carta Democrática por la ruptura del orden constitucional. Una medida drástica que también le cabe a la Nicaragua de Daniel Ortega, uno de los pocos aliados de Maduro en la región, con sus 561 muertos y 4.578 heridos desde el comienzo de la represión en abril de 2018, según datos de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (Anpdh).
El éxodo de venezolanos, al igual que el de nicaragüenses, no cesa. El Carné de la Patria (burda copia de la libreta de racionamiento cubana) contribuye al control estatal de los ciudadanos en Venezuela. El reconocimiento del fracaso del modelo productivo de Chávez, una de las pocas autocríticas de Maduro, tampoco atenúa el malestar. La oposición política, siempre dividida, poco y nada ha logrado en su afán de enderezar la situación. De seguir el modelo de Cuba, que maneja varios estratos de la burocracia estatal y los servicios de inteligencia venezolanos, la ecuación de Maduro es simple: expulsa a los descontentos y contenta a los suyos mientras libra una guerra mundial ficticia. La cortina de humo del fiasco y de la corrupción.
(*) Periodista, dirige el portal de información y análisis internacional El Ínterin, y es columnista en la Televisión Pública Argentina.
@JorgeEliasInter