El agotamiento de un período económico exitoso para América latina, por el boom de los precios de las materias primas, ahondó un fenómeno conocido que no deja de ser sorprendente después del yugo de las dictaduras militares.
El de la fatiga democrática, ligada a la escasa o mediocre oferta electoral y las demandas sociales no atendidas. El final del ciclo ventajoso coincidió con el influjo de Donald Trump, del Brexit y de movimientos de decepcionados que, a su vez, recreó otro fenómeno. El del populismo, nutrido de una demagogia que no distingue entre derecha o izquierda en su afán de decantar el resentimiento contra las élites. Pan y circo desde el imperio romano.
Nueve de las 15 presidenciales que hubo en América latina desde 2017 depararon cambios. Cuatro de las seis en los cuales prevaleció el partido de gobierno se vieron empañadas por denuncias de fraude de la oposición o de veedores internacionales: Venezuela, Paraguay, Nicaragua y Honduras. En las otras dos, República Dominicana y Costa Rica, se impuso la continuidad. La buena noticia es que la única puerta de entrada en el poder son las elecciones. La mala noticia se centra en la falta de entusiasmo que despiertan las campañas, deudoras de la resolución de los problemas concretos de la población. El desencanto marca la fisura entre representantes y representados.
En la mayoría de los casos, el latiguillo populista sonó con estridencia con el fin de desmerecer al rival. Llamar a alguien populista supone un insulto, no un sustantivo, señala la ensayista y académica francesa Chantal DelSol en su libro Populismos, una defensa de lo indefendible (Ariel, 2015). Populistas son en Europa tanto la ultraderecha (Agrupación Nacional en Francia y Alternativa para Alemania) como la ultraizquierda (Syriza en Grecia y Podemos en España). Populistas son en América latina todos. O casi todos. Los vaivenes de la economía y el alza de la inseguridad y de la corrupción promueven la aparición de predicadores, no de estadistas. Otro fenómeno global.
La caída de la confianza en la democracia y en sus instituciones es proporcional al aumento de la insatisfacción, especialmente en la clase media, y la debilidad de los partidos políticos. La fatiga democrática asoma sobre todo en vísperas de elecciones, como si la eventual alternancia no despertara expectativas. En las presidenciales de Paraguay y Ecuador permanecieron las mismas fuerzas políticas en el gobierno, el Partido Colorado y Alianza PAIS, respectivamente, pero predominaron las diferencias personales entre los mandatarios entrantes, Mario Abdo Benítez y Lenín Moreno, y los salientes, Horacio Cartes y Rafael Correa. Señal de la fragmentación de los partidos.
La ambigüedad de los populismos, como acota DelSol, siembra la estigmatización, “claro ejemplo de la pervivencia de una lucha de clases, y de la enfermedad de una democracia que, lejos de aceptar su pluralismo inherente, utiliza el desprestigio para rechazar aquellas ideas que son contrarias a las de la élite dominante”. El resentimiento, hijo de la frustración, es individual, pero pasa a ser colectivo en la medida en que cada uno elige su propia campana y desoye a las otras. Las niega. No existen. En esa burbuja, aupada por las redes sociales, la polarización socava las voces disidentes y contribuye al desánimo. Contribuye, en realidad, a la fatiga democrática.
(*) Periodista, dirige el portal de actualidad y análisis internacional El Ínterin, es conductor en Radio Continental y en la Televisión Pública Argentina.