La oposición de Venezuela salió de su letargo. Eligió una fecha emblemática, el 23 de enero, 61 años después del final de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y salió a las calles. Lo hizo despojada de una dirigencia dividida que, desde los tiempos de Hugo Chávez, no hizo más que cometer errores.
Eligió también a un líder joven, Juan Guaidó, de 35 años, súbito alfil de una sociedad harta de quebrantos, frustraciones, desabastecimientos, represión y exilios. Una forma de espabilarse frente a un régimen, el de Nicolás Maduro, considerado ilegítimo tanto dentro del país como en el exterior. Pocos validan las elecciones amañadas del 20 de mayo de 2018.
Era parte de una hoja de ruta. Guaidó asumió el 5 de enero la presidencia de la Asamblea Nacional, la única institución reconocida fuera de Venezuela. Ese día insinuó aquello que iba a concretar: "Nosotros asumiremos el mandato del pueblo, cueste lo que nos cueste". Dieciocho días después, en medio de baño de masas, se hizo cargo "formalmente" de "las competencias del Ejecutivo nacional como el presidente encargado de Venezuela para lograr el cese de la usurpación". Maduro había jurado el cargo el 10 de enero. No ante la Asamblea Nacional, como correspondía, sino ante el Tribunal Supremo de Justicia. Un órgano afín.
La desesperanza por la pésima gestión de Maduro y el entramado militar que sostiene a su régimen transitan por un lado. La legalidad va por el otro. Guaidó invocó en su autoproclamación los artículos constitucionales 233 y 333. Uno señala como "faltas absolutas" del presidente "su muerte, su renuncia o su destitución, decretada por sentencia del Tribunal Supremo de Justicia". El otro ratifica la vigencia de la letra constitucional. ¿Es legal, entonces, que el presidente de la Asamblea Nacional, dominada por la oposición, se erija como presidente de la república, más allá de las artimañas de Maduro para abolirla?
El Tribunal Supremo de Justicia declaró en desacato a la Asamblea Nacional. Son dos poderes contra uno. En esa puja entre un régimen ensimismado y una oposición remozada, los respaldos internacionales no tuvieron los mejores padrinos. El primero en reconocer a Guaidó resultó ser Estados Unidos. El Estados Unidos de Donald Trump, imitado por Brasil. El Brasil de Jair Bolsonaro. Ninguno de los dos despierta simpatías fuera de sus círculos íntimos. Algo que, en otros tiempos, con otros presidentes, no hubiera ocurrido. Les siguieron 16 gobiernos de la región. Entre ellos, el de Argentina. Otros se abstuvieron, como los de México y Uruguay.
En la tirantez, a golpe de tsunami, Vladimir Putin denunció una "destructiva injerencia exterior" en un país que, como en el caso de China, más cauta, contrajo deudas con Rusia para salir del atolladero económico. Putin sembró cizaña con Trump, blanco ineludible de Maduro. Otros, como la Unión Europea, instaron a realizar "elecciones libres y creíbles", pero no reconocieron al presidente encargado. Una cuestión de formas frente a artículos constitucionales, invocados por Guaidó, que no contemplan el fraude electoral como causa de vacancia ni de precaución frente a conatos de alzamientos militares.
Maduro se atrincheró con los suyos. Los militares manejan 14 de los 33 ministerios de Venezuela. El Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) arrestó por un rato, el 13 de enero, a Guaidó, delfín de Leopoldo López. Una torpeza que exhibió las fisuras del régimen, sólo coherente en su victimización frente al "imperio gringo". La ruptura de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos no atenúa el impacto de la vuelta a las calles de los venezolanos después de los 125 muertos que dejaron las guarimbas (protestas) entre abril y julio de 2017. Un punto de inflexión o de no retorno. Enero despuntó distinto para una oposición que espera diciembre. El diciembre del régimen. A pesar de estar, en principio, floja de papeles, no de argumentos.
(*) Periodista y consultor del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI).
@JorgeEliasInter